«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en plenitud.»
(Jn. 10,10).
El fin de semana del 6, 7 y 8 de marzo tuvimos el privilegio de asistir las tres junioras de España al encuentro de juniores, que se llevó a cabo en el Instituto Teológico de Vida Religiosa – Escuela «Regina Apostolorum» .
Allí nos dimos cita más de 120 consagrados para trabajar sobre la eucaristía como fuente y cumbre de la vida cristiana (LG), especialmente en nuestra vida de religiosos para el mundo. Cómo esta eucaristía nos configura, nos transforma y nos envía.
En el encuentro, tanto en los momentos plenarios y de exposición, como en las reuniones de grupos, pudimos empezar a descubrir, de la mano de teólogos y una teóloga, que en la eucaristía, nos encontramos con una divinidad inquieta que nos envía a continuar con su misión; y por eso es alimento y nos configura con el cuerpo místico de Cristo. Nuestra vida se hace eucaristía cotidiana en las acciones que se sostienen en este misterio de amor. Confirmamos en ella nuestra consagración.
Al recibir la eucaristía, somos enviadas, y no podemos (ni nos corresponde) frenar el impulso del cuerpo de Cristo, de su fuerza transformadora, en nosotras y en los demás. En esta naturaleza cósmica del misterio, descubrimos que la eucaristía no tiene fin, es eterna, viva y actualizada en nosotras, cada día, en cada gesto; el Señor nos elige como co-creadoras con Él en su misión, y nos alimenta cotidianamente en la celebración de estos misterios.
Por otra parte, entendemos que la eucaristía nos provoca vivir en el amor; no solo como un camino ameno, de armonía, sino que puede implicar sufrimiento, dolor, pérdida, traición, negación, y un volver a nacer nuevamente, al modelo de amor entregado, paciente y servicial de Jesús en la última cena. Es un camino que exige afrontar pruebas, arriesgar aún sintiéndonos vulnerables; expuestas a ser, como Cristo, abandonadas, traicionadas, negadas, silenciadas, y sin embargo seguir estando llamadas a amar a pesar de todo esto.
Como fruto de esto, la vida comunitaria es un reflejo de la vida eucarística y viceversa; no podemos vivir auténticamente la eucaristía si no sabemos convivir, compartir en la comunidad. Los dos encuentros, la misa y la mesa, deben ser vividos en coherencia y armonía, uno con el otro; sino, algo no funciona en la vivencia genuina y verdadera del misterio; Porque no se entiende la eucaristía como una experiencia de individualidad, sino como una experiencia que desde la propia intimidad, se abre al colectivo, expande límites personales, deseos, querer e interés, y se amplía, profundiza y se plenifica. Como un diálogo entre la trinidad y el pueblo de Dios, que siendo fecundo, transforma a las dos partes en relación.
La comunidad de la que formamos parte es un cuerpo, miembro de otros cuerpos – congregación e Iglesia. Nuestra manera de ser y de vivir es la que da testimonio de resurrección al mundo.
Así, que las primeras comunidades, explícitamente dice la lectura de los Hechos (4, 32), tenían un sólo corazón, y una sola alma; eran concordes y unánimes, a la hora de sentir y actuar. Los convocaba un mismo sentido, una misma fuerza (compartir el pan y la palabra) y esta misma fuerza los enviaba afuera hacia la misión. Nuestro Dios es un Dios misionero, por definición, sale al encuentro, de cada una de nosotras, y a través de nosotras con el mundo.
Partiendo de su presencia eucarística real, salgamos al encuentro con el mundo; desde Él, a través de Él, y hacia Él.
Carolina, Inés y Raquel